En efecto, Menelao llamó a las armas a todos los ex-pretendientes de Helena, que eran la mayor parte de los reyes griegos. Al principio la respuesta de los convocados fue fría, pero a medida que se iban apuntando se hacía patente que tan gran ejército nunca más sería visto y que quien participara en la guerra conseguiría fama y celebridad, aparte del formidable botín que escondían las altas murallas troyanas.
Ayax Telamonio y Diomedes fueron de los primeros en apuntarse. Los dos, en espera de heredar sus respectivos tronos, eran hombres violentos y arrogantes, dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguir ser reconocidos por su fuerza y valentía. Tras ellos, dos buenos ejércitos para engrosar el contingente griego. Filoctetes, el mejor arquero griego, también se apuntó, esperando emular a su querido amigo Heracles. Así, de uno en uno, se fueron enrolando los distintos ejércitos de la Hélade, confiando cada vez más en que sería una gran victoria que daría honor a los héroes griegos.
Sin embargo, faltaban dos piezas para completar la gran máquina devastadora: el rey de Itaca, Ulises, que no daba señales de vida y el mejor guerrero que por entonces existía, Aquiles, que no había participado en la elección de Helena y que por tanto para nada le importaban los problemas de Menelao y Agamenón, al que por cierto despreciaba y tenía por cobarde.
Se envió una comisión a Itaca, patria de Ulises, para averiguar porque éste no respondía a la llamada de Agamenón. Ulises estaba llamado a ser uno de los puntales del ejército griego: formidable guerrero, astuto como ningún otro, era capaz de conseguir mediante tretas aquello que la fuerza bruta no alcanzaba y, gracias a su elocuencia, de gran valor para negociar con el enemigo. Todo esto no se le escapaba a Agamenón, que, preveyendo que los hombres destinados a Itaca se encontrarían con alguna argucia de las que Ulises era especialista, mandó entre ellos a Palámedes, su único hombre capaz de competir en ingenio con el rey de Itaca.
Y así fue que cuando llegaron a Itaca, se les informó de que Ulises había enloquecido y de que no estaba en condiciones para participar en ninguna batalla. Los hombres de Agamenón se convencieron de que, efectivamente, había perdido el juicio cuando lo hallaron arando un campo que previamente había sembrado con sal. Pero Palámedes, desconfiado por naturaleza, quiso poner a prueba esa locura, por lo que prendió al joven Telémaco, hijo de Ulises, que todavía tomaba pecho, y lo acostó sobre el surco sobre el que iba a pasar Ulises con su arado. Éste, al ver el peligro que corría su hijo, dejó de arar y lo devolvió en brazos de su madre. Tuvo que reconocer que todo había sido un engaño, y es que, en contra de los que pensaban la mayoría de los caudillos griegos, no veía ningún provecho en luchar contra Troya, pero sabía, ciertamente, que si Menelao le reclamaba estaba obligado por juramento a seguirle. La astucia de Palámedes sirvió de mucho a los griegos, ya que el papel de Ulises en la guerra sería decisivo, pero el destino de Palámedes iba a ser funesto desde el día en que Ulises entró en acción.
Ulises y su ejército ya estaban en el saco, ahora faltaba la segunda pieza: Aquiles. Pero no sería justo hablar de Aquiles sin nombrar primero a su padre, Peleo.