domingo, 24 de junio de 2012

Belisario

El año 532 d.c. iba a deparar una gran sorpresa a los habitantes de la antigua gran capital del mundo civilizado, que desde hacía más de dos siglos, vivía una lenta decrepitud en la que la población había disminuido de  manera drástica y los monumentos y templos levantados por los emperadores romanos, aunque seguían en pie, se pudrían lentamente abandonados a su suerte. La población no había corrido mejor suerte que la ciudad de piedra, ya que a los cientos de miles que murieron en las distintas confrontaciones  que se entablaban de manera casi cíclica en el gran imperio, y que acabaron con las estirpes más puras, verdaderas fundadoras de ese mundo moderno en plena edad antigua, había que añadir primero la entrada masiva de bárbaros asimilados para suplir estas bajas, y más tarde, la entrada por la fuerza de toda la escoria de salvajes que poblaban los pueblos lindantes al imperio muerto. Primero fueron los Godos, después los Ostrogodos, en fin, los mismos salvajes con distintos nombres que como carroñeros se aprovechaban de la debilidad de un imperio agonizante para vivir a expensas de sus riquezas.
    El imperio había dejado de existir formalmente setenta años antes, cuando el último emperador entregó sus enseñas a los Ostrogodos, pero Roma ya no era capital desde mucho antes, viéndose obligada a un tipo de subsistencia que ya recordaba el modus vivendi de la edad media, mientras muchos de sus habitantes huían a sitios más seguros, donde pudieran levantar murallas para resguardarse de los oleadas bárbaras.
En el mercado de Roma era fácil encontrar todavía espadas de los centuriones, estatuillas de bronce importadas de la colonia griega, papiros egipcios, monedas con el rostro de los emperadores, escudos de la legión,  insignias con el SPQR escrito, pero ya casi nadie recordaba el significado de esas siglas, que habían recorrido el mundo llevando la civilización hasta los confines conocidos, ya no existía ni el senado ni el pueblo romano. Lo poco que había sobrevivido del antiguo imperio se refugiaba en la lejana Bizancio, donde Justiniano, mantenía vivo el imperio en oriente.
Por eso, cuando un ejército bizantino comandado por el general Belisario arrasó a los bárbaros apostados entre Bizancio y Roma para entrar triunfalmente en la antigua capital, los pobres romanos veían a ese ejército engalanado como las antiguas tropas imperiales y una mezcla de alegría por el reencuentro y de tristeza por el recuerdo de lo que se había perdido flotaba en el ambiente aquel glorioso día.
Demasiados Rajoys y Zapateros de turno se habían sucedido en el poder de un imperio cuyos habitantes, corroídos por la codicia, tan solo pensaban en su propio provecho y miraban hacia otro lado ante los problemas que se acumulaban. De hecho, a partir de Tiberio el imperio empezó a morir, y es un milagro que aun durase tantos siglos con los gobernantes que llegó a tener. Pero aun así acabó muriendo y lo que encontró Belisario que acababa de cruzar una Europa infestada de bárbaros fue tan solo otro pueblo bárbaro, y él, emulando a Merkel y su pueblo, que parecía iba a traer de nuevo la prosperidad perdida, no tardó en dejar Roma para no volver, dándose cuenta de que allí ya no quedaba nada por salvar.